viernes, 30 de julio de 2010

LA INFORMACION Y "LOS CARANCHOS"

Cuando ví el tratamiento que dieron algunos medios al ataque sufrido por la señora Carolina Piparo, embarazada de 8 meses, al salir de un banco, sentí una mezcla de vergüenza e indignación.
Vergüenza porque me cuesta creer que alguien con sentimientos pueda pensar que eso es informar. Grabar, enviar al aire e, incluso, "subir a Internet" el momento en que un policía informa al marido de la mujer que su esposa ha sido baleada, no es propio de un periodista sino de un "carancho" que se regocija revoloteando sobre la carroña.
Indignación porque, seguramente, los responsables de esa conducta reinvindicarán su derecho a informar con libertad, sin ningún tipo de regulación. Y, tal vez, también cuestionen la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, porque podría afectar su "negocio".
Hace varios años rescaté una muy inteligente y dura reflexión de Orlando Barone, publicada en el suplemento Puerto Libre, de la Nación.
Creo que vale la pena releerla detenidamente.
Porque, lamentablemente, sigue teniendo una dolorosa vigencia.
La transcribo a continuación:

CONCILIACIÓN DE LA CULPA Y LA INOCENCIA.
OPINA EL PERIODISTA ORLANDO BARONE


Un graffiti en una pared decía o aún dice: "Ojo los inocentes, que la justicia está buscando culpables". Tanto descreimiento y escepticismo, brutalmente oportunos, dan pena. Porque el absurdo siempre contiene una lógica.

También se podría decir: "Hay menos inquietud porque se pueda culpar inocentes que necesidad de que los culpados sean culpables". Cualquier error en ambos casos es tanto o más siniestro que un crimen impune.

Todavía contenida por lo que le queda de lucidez y hermandad, la sociedad no sale a hacerse justicia por mano propia. Aunque le sobren deseos inconscientes. Ya sea empuñando palos de escoba o velas encendidas.

Aunque ha habido excepciones por exceso de defensa que fueron alabadas secreta o no tan secretamente. Cuando en un hecho violento la policía mata a algún delincuente, suele haber testigos admirados que aplauden con júbilo ante el cadáver caliente. Se ha sabido de bandas que gozan torturando a las víctimas. Arrojar desde lo alto de un edificio un envase de vidrio contra una mujer piquetera retrata al atacante, que tal vez esté situado apenas un peldaño económico más arriba que aquélla. También retrata el reprimido deseo de muchos de hacer lo mismo. No es fácil administrar el resentimiento. Si ese deseo se va antes que los piqueteros, tendrán sentido la buena alimentación y la cultura.

La Iglesia dice que nos hace falta conciliación. Sabe que estamos en discordia. El egoísmo es egoísta. El crecimiento aún no escucha al desempleo. La desigualdad provoca situaciones inconciliables. La impunidad justifica la sed de justicia, y para saciarla se excede y alienta la caza de chivos expiatorios.

Mientras tanto se ha consagrado el juicio público. Sociedad y medios componen un tribunal alternativo donde el que ha sido condenado no obtiene la absolución por más que la ley se la otorgue. El juicio así es rápido y cómodo. Y hasta parece justo, en vista de lo injusto y vacío del auténtico.

Cada uno tiene su vademécum de culpables aunque no hayan sido condenados. Las sociedades no sienten remordimiento. Para justificarse y para no arrepentirse siguen creyendo indefinidamente en que su versión es la cierta.

La calle es la geografía del debate irascible. La indigencia y la pobreza son callejeras: hay que asumir que es la estética de la Argentina después de una guerra.

La discordia mana intolerancia. Desde ella cualquiera pontifica sin tener púlpito.
Para ponerse en el lugar del otro hay que salirse de uno aunque sea incómodo. Muchos de nosotros deberíamos vivir unos meses como excluidos para sentir lo que es ser nadie con la promesa de que será para siempre.
Hay tantos que Eduardo Galeano debería reescribir Los nadies con personajes argentinos.

Algo chirría en los sectores de mejor desarrollo y calidad de vida. Y algo brama en la sociedad que desde afuera espera al prometido Godot que no llega. En ambos bandos hay peores. Pero también hay mejores que comprenden que la discordia no les sienta. Los primeros restan más que los otros.
Somos las trizas de un cristal roto. Se van calzando los pedazos dentro del marco, pero para poder armarlo otra vez hay que incluir los vidrios más pequeñitos. Yacen dispersos y algunos ya se han desvanecido por haber sido despedidos hace mucho de la vida y del empleo. El espejo, así incompleto como está, refleja nuestra mitad rehecha de la cara. Por más que se sonría no es una cara todavía. La otra mitad, hecha trizas, seguirá al acecho hasta que pedacito a pedacito sea levantada del suelo. Si Dios quiere.

Por Orlando Barone
Fuente: diario "La Nación"
Más información: www.lanacion.com.ar

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